La grafonola acompaña siempre a lo más
delicioso, las circunstancias antecedentes del amor. Porque, así como el
delito, el amor tiene circunstancias antecedentes, concomitantes y
consiguientes. Todo lo agradable de la vida es antecedente del amor; todo lo
que llamamos alegría, en cualquiera de sus manifestaciones, es antecedente del
amor. La perspectiva del amor es el encanto del viajero, el encanto de todo lo
que vive, la ilusión de todo lo que existe, desde el átomo hasta Dios. ¿Qué
importa el objeto? Es una disculpa para poder amar. Nacimos para eso y
antecedentes del amor son todos los heroísmos y todas las obras. Así como en la
fonda desconocida el viajero siente una alegría vaga que no es otra cosa que la
perspectiva de las figuras femeninas posibles, asimismo está el amor detrás de
las trabajosas obras de Hegel… Las circunstancias concomitantes y subsiguientes
al amor son tristeza. Entonces se convence uno de que lo engañó esta madre
Naturaleza que sólo se preocupa por la especie. Las circunstancias subsiguientes
al amor son iguales a viajar durante días en un tren: se experimenta la misma
desazón en la columna vertebral.
¡La grafonola! Todo iba despacio allá en la antigüedad. Una Friné o una Aspasia determinaban para toda una época las circunstancias del amor y de la gloria; hoy los reinados de la belleza duran a lo sumo quince días; somos más artistas, más frívolos. ¿Podemos leer un libro de quinientas páginas? ¿Hay algún héroe que lea de seguido el Don Quijote de la Mancha? ¿Hay alguna mujer bella cuyo amor dure más de veinticuatro horas? No; ningún editor parisiense se atrevería a darnos un libro que tuviese más de ciento treinta hojas. Los vestidos femeninos son de telas frágiles para que no duren sino el tiempo de una emoción. ¿Qué se hicieron aquellas ropas eternas que pasaban a las primas? Parece que nuestros antepasados no supieron que el hombre es una máquina muy delicada; vivían para la eternidad, y nosotros vivimos para el tiempo; y la eternidad es una, y el tiempo se compone de segundos. Nosotros dejamos el libro de cincuenta y tres hojas en el asiento del tren o del avión. ¡Aquella americana, aquella silueta estilizada que vimos a la orilla del mar, leyendo descuidadamente a Miomandre, y que dejó el libro sobre la silla de paja! Nuestros antepasados tenían casas de piedra, bibliotecas de tomos fabulosos, empastados en cuero, y sus mujeres eran anchas, carnudas. Las nuestras se parecen a nuestros libros de cincuenta y tres hojas; las leemos, nos leen, y nos dejamos tirados sobre los asientos de paja. Todo lo nuestro pertenece al tiempo, que está compuesto de segundos. Por eso, en nuestro delirio nos aterraba la gordura del antioqueño.
Esas mujeres de las grafonolas, esas mujeres
cuyos cuerpos inducimos por sus voces y cuya boga dura unos quince días, determinan
las modas del amor.
Y por eso, porque no tenemos ideas sino
opiniones, porque no hay eternidad, porque no hay sino un pequeño manojo de
segundos y un pequeño manojo de emociones, nuestras mujeres son delgadas y lo
único que no les perdonamos es la constancia. ¿Qué cosa más horrible para
nosotros que una mujer constante? Es como una idea fija; es como un vestido que
uno no se pudiera quitar.
El encanto de la mujer consiste en que nos
abandona; es el mismo encanto de la vida; ¿pues qué sería de la vida y del amor
a ella si no supiéramos que íbamos a morir?
Porque ya no pensamos en la eternidad, porque
somos un manojo de segundos, lo supremo para nosotros es el dinero. También
éste se compone de centavos y con él se compra todo lo que se ha inventado para
adornar el tiempo. Por eso, desde que Lutero descubrió que en Roma estaban
vendiendo la eternidad, dejamos de creer en ella, pues es absolutamente
evidente que todo lo venal es terreno.
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